Inglaterra le ha dado grandes descubridores e inventores al mundo. A uno de ellos en especial, la pasión por la química le hizo ganar una fama extraordinaria, una fama que no buscó nunca, es bastante caprichosa la manera en que la fama suele resultar esquiva a quienes la persiguen, en tanto que a menudo, y por los motivos más insospechados, les sobreviene a aquellos que menos la buscan, o que incluso tratan de evitarla.
A John le asaltaron estos pensamientos sobre la fama mientras salía del taller del famoso escultor de moda Francis Leggatt Chantrey que este tenía en Eccleston Square, en el barrio de Pimlico, una pequeña zona residencial del centro de Londres a escasas manzanas de su próxima parada, el real palacio de Buckingham. Sus amigos habían resuelto erigir una estatua de mármol en su honor, para lo cual habían recaudado alrededor de 2.000 libras esterlinas. El simplemente no podía negarse.
Durante el tiempo que estuvo posando para el artista, ataviado con su indumentaria académica, y sentado en una silla simulando que sostenía un libro entre sus manos, fraguó una sincera amistad con aquel escultor, reclamado por gran parte de las figuras más notables de la época para que les inmortalizase con su cincel. Ahora ya no se arrepentía, pero en un principio había considerado seriamente la posibilidad de negarse a que le rindieran aquel tributo. No conocía a nadie, exceptuando los casos de políticos, reyes y militares, a quien le hubiesen erigido una escultura en vida.
No es que fuese especialmente supersticioso, pero a sus 68 años la decisión de sus compañeros podía convertirse en una premonición que le asustaba aún más que el tener que pelear contra la vanidad que le provocaba dicho homenaje. Con su edad, hacía tiempo que había dejado de luchar contra la asignación de galardones y distinciones que por doquier le otorgaban. Pertenecía a la congregación de los cuáqueros, también llamados ‘disidentes’, una rama protestante escindida de la Iglesia anglicana, que proclamaba una vida sencilla y el trato directo con Dios, sin sacerdotes ni otros intermediarios más allá de Cristo.

John Dalton “el conocedor de lo infinitamente pequeño” como era conocido, fue un prestigioso químico y físico británico que en 1803 dio forma a lo que posteriormente, y en su nombre, se llamaría la teoría atómica de Dalton, también hizo grandes aportes con “Las Leyes de los Gases” en ambas cosas el irrumpiría cambiando todo el entendimiento humano sobre la química. Pero para el mismo no fue más que un obstinado curioso.
Toda su existencia había estado marcada por sus creencias, que invitaban a observar una conducta honrada, justa y sencilla, rehuyendo de la ostentación y promoviendo el trabajo duro y la frugalidad, pero había llegado a un punto en el que había aprendido a relativizar sus convicciones y a relajar su práctica en lo que se refería a su desempeño profesional y aceptó este regalo de sus amigos. Al salir a la calle, notó cómo había comenzado a llover. Aunque era corto el trayecto desde el taller del artista Chantrey hasta Buckingham Palace, decidió hacer uso de su paraguas, un ingenioso y práctico invento que se había popularizado recientemente en toda Gran Bretaña.
Por dentro cantaba victorias, no por que iría camino a ver al rey, sino por que una vez más, había acertado con sus predicciones meteorológicas. Llevaba más de 45 años tomando notas diarias del tiempo en la zona de Mánchester, y presumía de haber dado con el secreto de su pronóstico pues en su haber habían los detalles de 2000 observaciones. Así, no pasaba un día sin que apuntase la temperatura, la presión barométrica, la humedad, el viento y la pluviometría de cada jornada. Quizás recordaba su juventud junto con sus amigos John Gough, de Kendal, y Peter Crosthwaite, de Keswick, habían recopilado tantos datos durante cinco años, que le habían servido para gestar su famosa obra Observaciones y ensayos meteorológicos, que publicó en 1793, y en la que probaba que las precipitaciones se producían por la disminución de la temperatura, y no por un cambio de presión, como pensaba el consenso científico de por aquel entonces. Tan interesante fue que el mismo Goethe, el gran escritor Alemán, a los 66 años, impresionado por la pasión que Dalton demostraba ante este tema, decidió aprender meteorología.

En el desarrollo del estudio diario y de por vida extrajo numerosas conclusiones sobre el clima, la lluvia, el rocío, el color del cielo, la circulación atmosférica, la nieve, la expansión térmica de los gases, las tormentas, las auroras boreales o la evaporación del agua, de las cuales su tutor de la niñez, Elihu Robinson se hubiese sentido muy orgulloso.
De vez en cuando recordaba de forma bastante lejana aquella feliz infancia campesina en el condado norteño de Cumbria, en la granja de Eaglesfield. Al igual que sus hermanos Jonathan y Mary, inició su educación en el colegio privado de la comunidad cuáquera, regentado por John Fletcher. Contaba solo diez años cuando, para contribuir a la economía familiar, entró al servicio del acaudalado cuáquero Elihu Robinson, naturalista y fabricante de instrumentos científicos, que le inculcó al joven John el amor por la aritmética, la astronomía y la meteorología. También le inculcó una fascinación por Newton, Dalton crecería influenciado bajo la guía intelectual de las ideas de Sir Isaac Newton, sentía un gran interés por la uniformidad de la materia, asi como las fuerzas asociadas con ella. Así, según Newton muchos de los fenómenos de la naturaleza podrían, “depender todos de las mismas fuerzas”.
Dos años más tarde comenzó a impartir clases a otros niños en la escuela local, a la vez que colaboraba en las tareas del campo. Al cumplir los quince tomó la determinación de trasladarse a Kendal, una población a 45 millas de distancia, en la que su hermano Jonathan y su primo regentaban un colegio, para dar lecciones de matemáticas, ciencias, inglés, latín y griego, materias que dominaba sin dificultad. La escuela cuáquera de Kendal se sostenía con contribuciones de la comunidad por lo que estaba bien equipada, con telescopios, microscopios, bombas de aire y abundante material de laboratorio, además de una extraordinaria biblioteca llena de libros científicos de toda clase y algunos tomos enciclopedicos caros, ya que estaba financiada por varios potentados benefactores, entre los que se encontraban el físico londinense John Fothergill y diversos empresarios de Midland.

Aunque para él, el mayor tesoro que allí encontró fue el maestro y filósofo John Gough. Era increíble que aquel hombre ciego y lo suficientemente humilde para compartir con un muchacho como John, poseyera tantos conocimientos en matemáticas, química, astronomía, botánica, meteorología, medicina. Fue una tremenda inspiración compartir aquellos años con tan magnífica persona, que le ayudó a progresar notablemente en su instrucción científica. Si había algo que lamentase profundamente era el no haber podido cursar estudios reglados en Edimburgo. Le habría gustado estudiar Derecho o Medicina, pero sus familiares y los socios del colegio de Kendal le disuadieron de intentarlo. En aquella época, a los cuaqueros les estaba vedada la entrada en las universidades, ya fuera en calidad de alumnos o incluso como docentes.
A pesar de la decepción que le supuso, su enorme curiosidad y su voluntad de profundizar en su formación determinaban que aquella escuela se quedase pequeña para sus expectativas de crecimiento académico. Así que, con el apoyo de sus benefactores, y con la influencia del preceptor Gough, consiguió un puesto de profesor de Matemáticas y Filosofía Natural en el New College de Mánchester, una prestigiosa academia cuáquera. Permaneció allí siete años, pero lo que inicialmente parecía un destino atractivo, y en el que tendría acceso a su bien dotada biblioteca y a sus estupendos aparatos de investigación, acabó por tornarse en una auténtica pesadilla. Enseguida hubo de hacerse cargo también de la asignatura de Química, lo que le restaba bastante tiempo para sus trabajos científicos. Pero lo que más le molestaba era ser el instructor peor pagado de la institución, amén de la radicalidad de la política religiosa del College.
Así que finalmente renunció a su empleo, y se estableció por su cuenta como profesor de clases particulares de Matemáticas, Filosofía y Química. Sin duda fue una buena decisión, ya que con el renombre que había adquirido nunca le faltaron alumnos, sus ingresos crecieron sustancialmente, y pudo aplicarse con más continuidad a sus experimentos, a escribir artículos y libros, y a prodigarse más por la reputada Sociedad Filosófica y Literaria de Mánchester, informalmente conocida como «Lit & Phil»
En 1794, un año más tarde de su llegada a la ciudad, John había sido admitido como miembro de la ‘Lit & Phil’, gracias al apoyo del químico Thomas Henry, el físico y médico Thomas Percival y el activista político Robert Owen. Unas semanas más tarde presentó su primer trabajo, “Hechos extraordinarios relacionados con la visión de los colores”, en el que postulaba que las deficiencias en la percepción del color que sufría se deben a anomalías del humor vítreo. Era la primera vez en la historia que no solo se describía el hecho de la falta de percepción del color en algunas personas, sino que también se daba una explicación causal al fenómeno. La investigación profunda y metódica que realizó sobre su propio problema visual causó una impresión tal que su nombre se convirtió en el término común para designar la ceguera al color, “el daltonismo”. En Lit & Phil Dalton expuso numerosos trabajos, como los dedicados a la visión de los colores, a los estudios atmosféricos, a la reflexión y refracción de la luz, o incluso a los verbos auxiliares y participios irregulares del inglés.
En cualquier caso, la ‘Lit & Phil’ le ofreció la posibilidad de presentar y exponer ante una destacada y sabia audiencia sus ensayos, y de procurarse un cierto reconocimiento en el ámbito científico. Y en términos prácticos, le facilitó un sitio donde ubicar su instrumental y llevar a cabo sus experimentos. Tan sólo había un ateneo científico con más solera y antigüedad que aquel, la Royal Society de Londres, pero él opinaba que la de Mánchester mostraba una marcada orientación tecnológica y práctica, que la ponía por encima de la de la capital, según su parecer.
John sonrió mientras caminaba sosteniendo el paraguas, pensando que, en esta opinión, no influía para nada el hecho de que unos años atrás hubiese sido nombrado presidente de la institución, después de haber ejercido los cargos de secretario y vicepresidente de la misma. Todavía recordaba el fugaz enfado que experimentó cuando supo que sus amigos le habían propuesto como dirigente a sus espaldas. En el corto trayecto hasta el palacio, contemplando la lluvia que caía, conformada por multitud de minúsculas gotas, se le vinieron a la cabeza sus tantas hipótesis sobre la materia. Así como Demócrito había defendido en la antigua Grecia que todo el universo estaba compuesto por unos diminutos bloques de materia, él había llegado a una idéntica conclusión de una manera empírica y experimental.
John Dalton imaginó que toda la materia que en el mundo existía estaba formado por unas partículas esféricas macizas, indestructibles e indivisibles, que conforme a las investigaciones que había desarrollado, constituían diversos compuestos mediante su combinación en unas proporciones de números enteros y pequeños. Dalton bautizó átomos a las partículas últimas de los cuerpos. Amadeo Avogadro no enseño como pesar los átomos. Dalton resolvió también el problema de manera indirecta; es decir, en lugar de establecer el peso absoluto de cada átomo, buscó la relación entre sus pesos. Se trataba de una teoría muy simple, según la cual los átomos de un mismo elemento eran todos iguales entre sí, con igual peso, cualidad que los distinguía de los átomos de otros elementos, de esta manera se preparo la primera tabla de pesos atómicos relativos, pilar sobre el que descansan, todos los cálculos químicos que hoy se realizan, para preparar desde medicinas, productos de limpieza y alimentos hasta vidrio, plástico o acero.

En 1806 decidió ir a Escocia a defender sus propuestas en una serie de conferencias públicas. En su presentación comentó: “el campo de la ciencia es muy grande; por lo tanto es imposible para cualquier individuo cultivarlo completamente. Mi atención se ha dirigido durante los últimos años al estudio del calor, los fluidos elásticos y los elementos fundamentales de los cuerpos, así como la manera en que se combinan por medio de esto demostrar cómo con nuevos principios se producirá el cambio más importante en la química, reduciendo el todo a una ciencia de gran simplicidad y de fácil comprensión. mi objetivo con esas conferencias es mostrarles cómo llegué a estas ideas.” La gira de conferencias fue un éxito y constituyeron la plataforma de lanzamiento de su libro sobre la teoría atómica, Nuevo sistema de filosofía química en 1808. Y aunque la reacción inicial de la comunidad científica ante las argumentaciones de un campesino y religioso cuáquero de una provincia norteña y sin formación académica fue bastante contraria al principio, al final sus tesis fueron valoradas y aclamadas por científicos como Gay Lussac, Alexander von Humboldt o Amedeo Avogadro. Tras ellos vino el reconocimiento del resto de científicos, en tanto que su método explicaba satisfactoriamente todos los postulados hasta entonces formulados, y suponía la piedra angular sobre la que construir la Química moderna.
Jamás imaginó que su pasión por la meteorología le pudiese llevar tan lejos, hasta elaborar una teoría acerca de la esencia misma de la materia en el universo, cuando empezó a tomar los registros del tiempo en Kendal. Sobre todo porque constantemente tenía que vencer los errores causados por su deficiente vista. Para paliar tal incapacidad, se había convertido en un investigador extremadamente cuidadoso y meticuloso, y procuraba dotarse de los mejores equipos de medición. De esta manera, a fuerza de tesón, había alcanzado una posición relevante en el mundo científico. Así, fue admitido en la Royal Society de Londres, en la que le entregaron la medalla de oro por sus investigaciones y aportaciones en el campo de la teoría atómica. Fue fundador de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, presidiendo sus comités de Química, Mineralogía, Electricidad y Magnetismo. Igualmente fue nombrado miembro de la Académie des Sciences francesa. Y la Universidad de Oxford le había concedido hacía un par de años el Doctorado en Ciencias, incluso pese a la fuerte oposición de la Iglesia anglicana por su condición de disidente.
Normalmente intentaba declinar este tipo de honores, pero siempre estaba dispuesto a realizar un esfuerzo en aras de la promoción y divulgación de la ciencia, de la que él se consideraba un humilde docente. Aunque debía admitir que la generosa pensión oficial que hacía poco tiempo le había otorgado el gobierno por recomendación de Charles Babbage sí le venía muy bien para disfrutar de un retiro más que digno.
Sin embargo, ninguna de estas distinciones le había hecho tan feliz como la noticia que había recibido aquella mañana. Le había llegado una carta de la Universidad de Edimburgo, en la que no pudo ingresar en sus días mozos por su condición de cuáquero, indicándole que le habían otorgado el Doctorado en Leyes, y convocándole a la ceremonia de nombramiento.
En todo caso, reconocía que acudir a estos actos le sentaba de maravilla, como cuando le invitaron a visitar París. La estancia le encantó, no solamente por conocer en persona a eminentes científicos como Laplace, Brequet, Ampére, Berthollet, Gay Lussac, Dugong, Humboldt, Cuvier, Théenard o Argo, que le acogieron con los brazos abiertos, sino también por los estupendos paseos que dio por la capital francesa, distinta de la sombría Londres, o de su querida Mánchester.
Procuraba, por tanto, compaginar de la mejor forma posible su relevante vida pública con una vida privada modesta, sobria y de costumbres espartanas que se había impuesto. Así, vivía desde hacía unos 20 años en Mánchester, en una habitación de la casa del reverendo y botánico W. Johns y su esposa, puesto que jamás se había casado.
De joven estaba demasiado obsesionado y enfrascado en sus trabajos como para hacerle un hueco al amor. En su madurez no había disfrutado de una solvencia económica suficiente como para mantener una familia de una forma decorosa y desahogada, según su propio criterio. Y de mayor ya se había acostumbrado a su rutina de cuáquero solitario, a la que no quería renunciar por nada del mundo.

Su único entretenimiento dentro de la soledad para reposar su incansable mente era leer la Santa Biblia. Sus únicas distracciones sociales fuera de sus investigaciones científicas consistían en acudir a las amenas reuniones que celebraban “la Sociedad Religiosa de los Amigos”, sus viajes para impartir conferencias en Londres, Dublín, Oxford, York o Edimburgo, y sus excursiones a la Tierra de los Lagos. En Lake District solía aprovechar sus vacaciones para elaborar estudios meteorológicos, que incluían el ascenso a los picos más elevados, con el fin de obtener medidas sobre las temperaturas y humedad en la altitud de aquellos parajes. Estas escaladas, y las frecuentes caminatas que le gustaba dar, le mantenían en plena forma a pesar de su edad, y le proporcionaban unos momentos agradables, quien diría que las vacaciones de un campesino y huraño cuáquero cambiarían el rumbo de la ciencia moderna, lo importante es que lo disfrutaba, se lo pasaba bien. Hoy también esperaba pasárselo bien.
Para ese mismo año, 1831, Dalton fue el fundador de la todavía importante Asociación Británica para el avance de la ciencia. En el camino de la oficina del escultor al palacio de Buckingham notó que caminaba menos de prisa y miraba menos al cielo. Sonrió por un minuto, entendió que estaba llegando a una etapa de su vida de reflexión y calma tras su incesante labor científica.
El rey Guillermo IV se había enterado de que John se hallaba en Londres, y le había invitado al palacio de Buckingham. A John le habían contado que el monarca era una persona amable, cordial, de gustos sencillos, y muy aficionada a las ciencias. Al parecer, su educación había diferido bastante de la que corresponde a un heredero de la corona, ya que él no estaba destinado a reinar. Ser el tercero en el orden de sucesión del reino le había permitido llevar una vida alegre, alejada de conveniencias y ceremonias, en compañía de su gran amor, la actriz irlandesa Dorothea Bland, con la que había tenido 10 hijos. Pero una serie de casualidades determinaron que quedase el primero en la línea de sucesión, lo cual provocó su boda con la princesa Adelaida de Sajonia-Meiningen, a quien triplicaba en edad, y que tuviese que ocuparse, a regañadientes, de los asuntos de estado. Una vez nombrado rey de Inglaterra, las costumbres de palacio le aburrían, por lo que apenas si pisaba Buckingham salvo para los actos oficiales inexcusables, y prefería residir en el más acogedor y modesto palacio de Clarence House. Sin embargo, en su caso había considerado que el provecto científico merecía el honor de ser recibido en Buckingham Palace, y por tal razón le había citado allí.
John paso el paraguas a la otra mano para poder echar un vistazo a su reloj de bolsillo. No iba tarde pero tampoco quería ser impuntual en la entrevista con el soberano del imperio en donde el sol no se ponía. Para tan magna ocasión no encontró entre la discreta,oscura y formal vestimenta de su armario nada acorde con la importancia del acontecimiento, y a punto estuvo de declinar la invitación, hasta que por fin se decidió a utilizar la toga de graduando como Doctor en Ciencias de la Universidad de Oxford. Ese inovidable día en que le entregaron su doctorado John levantó sus ojos al cielo, y dijo al público: «mi doctorado es la obra de la sabiduría de Dios actuando en mi pobre mente humana».
De sobras sabía que por mucho que se hubiesen puesto de moda las tonalidades llamativas en los últimos tiempos, aquel color tan llamativo de la toga no era el más apropiado para la audiencia en con el rey, además resultaba casi prohibitivo para un cuáquero como él. Pero a lo largo de los años, él había desarrollado una respuesta convincente para tales circunstancias, como era el hecho de decirle a la gente que el no distinguía gran parte de los colores del espectro, y que casi todos los objetos los veía de un indeterminado tono gris. Tanto él como su hermano padecían una especie de ceguera para los colores, que les impedía diferenciar el rojo y verde, que veían como diferentes matices de gris, en tanto que el resto de colores los percibían como sutiles variaciones de la gama de los amarillos.
Por eso, cuando el rey Guillermo IV, conocedor de dicha particularidad, le vio aparecer con su distinguida, a la par que atrevida, toga púrpura, no se sorprendió lo más mínimo, es más, lo agradeció sobremanera. Estaba un poco harto de la etiqueta de la corte, y apreciaba la audacia de los que se animaban a dar una nota de color y desenfado a aquel mundo gris y encorsetado, como la que protagonizaba el magnífico científico que tenía al frente. El gran John Dalton.

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[…] daría al mundo otros dos grandes aportes que revolucionaron la historia humana para siempre: John Dalton, el padre de la teoría atómica y Charles Babbage el matemático quien sentó las bases de la […]